Respuestas inesperadas
- Erika GT
- 5 may
- 3 Min. de lectura

Cuando llegué a Ciudad Victoria, una persona me mostró las instalaciones del centro de investigación donde trabajaría. Me mostró cada espacio explicando detalladamente su uso, indicando quienes trabajaban ahí. Después de la detallada demostración, me preguntó -¿qué le parece?- Mi respuesta fue: es muy naranja. El color institucional gubernamental de ese momento era el naranja, y si bien las instalaciones eran impecables, mi respuesta destacó este hecho. La persona se sorprendió ante mi respuesta y tiempo después me dijo que no era lo que esperaba que dijera. No fue un indicador de indiferencia, burla o superficialidad de mi parte como podría pensarse, fue mi reacción simple y sin filtro, no era a esa persona a la que quería dar mi opinión en extenso. Luego aprendí que debo saber filtrar mis respuestas y que el contexto de uso es importante. Esto lo confirmé después de la muerte de mi padre, cuando recibimos en casa una visita desagradable.
La muerte no avisa y en el caso de mi papá, fue todo tan rápido. Mucho de su trabajo como carpintero se quedó en proceso. Muchos de sus clientes y también amigos tuvieron empatía como ameritaba el caso, otros más, solo fueron clientes mezquinos. El taller de mi papá estaba abierto para todos, lo mismo para clientes cuyos trabajos eran de lo más sofisticado y con presupuestos altos, como para las personas que vagaban cerca del taller que llegaban a pedir alguna ayuda. Una persona llegó a casa de mi mamá a gritar que mi papá le había encargado un trabajo de tapicería y que se lo teníamos que pagar. Llegó con una actitud violenta, sabíamos que ese señor no tenía precisamente una salud mental equilibrada, pero nunca nos imaginamos el espectáculo que armó. Mi mamá estaba afuera y los primeros gritos de él se escucharon cuando se dirigió hacia ella, salí de inmediato para ver qué ocurría. Esta persona reclamaba que mi papá le debía cierta cantidad de dinero (por cierto, mínima), de un trabajo que le encargó, el cual quien reclamaba no había realizado, pero que aún así por la promesa de hacerlo debíamos pagar. Yo comencé a hablar con él, pero con una persona violenta opté por recurrir a mis argumentos inesperados. Por un momento también levanté la voz exigiendo que no regresara a la casa de mi mamá, que respetara la memoria de mi papá que en vida le había dado mucho. Él cada vez gritaba más y decía que mi papá nunca le había dado nada, y que cuando le había pedido prestado dinero, se lo había devuelto (lo cual no era cierto). Le pregunté - ¿mi papá nunca le dio nada? - Gritaba que no, que nunca le había dado nada. Respondí muy calmada - ¿Y su amistad? Mi papá le dio su amistad-. Él se sorprendió y afirmó confundido que sí pero que eso no era darle algo. Le dije que lo más valioso que mi papá siempre le dio fue su amistad y su tiempo. Se calló, no supo qué decir, se fue y nunca regresó.
En estos días he vuelto a confirmar lo importante de una comunicación adecuada, en otros términos, pensar antes de hablar. Si bien las acciones son contundentes, nuestras palabras desarman, reconfortan, alivian, condenan, lastiman, fortalecen, inspiran, ilusionan. Las palabras traen también verdad y en ocasiones es lo que incomoda.
Mérida, Yucatán, 4 de mayo de 2025.
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